En esta época la extensión de la alfabetización entre las mujeres, no se mantuvo estable entre los más o menos doscientos años que incluimos en el Siglo de Oro, sino que sufrió un proceso amplísimo de crecimiento a lo largo del siglo XVI y luego una disminución paulatina en el siglo XVII, según estudios pertinentes. Desde el siglo XV, la existencia de teorías humanistas y, sobre todo la evidencia de que el escrito se estaba convirtiendo en un elemento básico para el funcionamiento de la sociedad moderna, hace mella en las clases urbanas acomodadas y se empieza a extender la noción de que las mujeres deben saber leer y que ese rudimento mínimo es deseable para la futura esposa, ya que le permitirá desempeñar mejor sus tareas conyugales en la administración del hogar, en la educación de los hijos y en su propia vida espiritual. Eso no supone que la alfabetización se generalice.
Los tratadistas de los siglos XVI y XVII que se ocuparon de las mujeres, participan de esta tendencia social, de modo que en su mayoría opinaban que debían aprender a leer. Quizá ellos estuvieran pensando en las damas de la nobleza, cuyo papel en la administración del patrimonio familiar y en las relaciones era muy importante, pero dado que en sus tratados las separaciones se establecen por estados (doncella, casada, viuda y religiosa) y no por estamentos, sus palabras no marcaban distinción de forma explícita. Para estos hombres la habilidad lectora de las mujeres debía ser contenida dentro de cauces estrechos porque solo entendían su adquisición si el aprendizaje tenía un fin utilitario. Esta premisa, La necesidad de restringir y dirigir la lectura a ciertos temas y autores, era igual para toda la sociedad, hombres y mujeres, en tanto que se miraba con desconfianza e incluso se condenaba abiertamente la lectura por placer que suponía una pérdida de tiempo y una incitación al pecado, por la fascinación que los mundos ficticios podían ejercer sobre la imaginación del lector. Pero mientras para los hombres se daban como buenas las lecturas religiosas, las morales, las obras históricas o las profesionales, las mujeres estaban excluidas de cualquier propósito de formación intelectual, de modo que, según los tratadistas, solo las obras religiosas debían pasar por sus manos. Podían ser libros de oración de meditación piadosa, vidas de santos o ejemplares, pero en todo caso apelaban a cultivar su vida espiritual. No obstante, una vez adquirida la habilidad de la lectura, no es posible controlar que su uso se restrinja única y exclusivamente a los fines inicialmente fijados, que no existan usos derivados, una mujer que sabe leer puede leer cualquier cosa y algunas lo harán, de ahí las quejas y advertencias de los moralistas a los padres sobre la necesidad de ejercer un control estricto sobre las lecturas de las mujeres de la casa, tanto las hijas como seguramente la esposa, quejas que demuestran que la prohibición no surtía todo el efecto deseado.
Pero si el aprendizaje de la lectura era defendido por casi todos los tratadistas que se ocuparon de mujeres, la escritura tenía una consideración más problemática. En este punto las opiniones estaban divididas, ya que, mientras aprender a leer se defendía por la posibilidad que ofrecía recibir doctrina religiosa, saber escribir no parecía tener ninguna finalidad espiritual y por el contrario habría un campo a la expresión profana, sobre todo con los billetes amorosos. Esto es muy significativo ya que hoy en día en los países del Magreb, se emplea esta misma excusa para impedir el acceso de las mujeres al conocimiento de la escritura.
La mujer debía rezar y leer buenos y devotos libros, pero escribir era peligroso. Lo que influía en que la niña aprendiera a leer o escribir era el condicionante familiar, la idea de que las mujeres aprendieran a ambas cosas no estaba generalizada ni mucho menos , era cada familia la que marcaba el destino de forma individual , según su estamento, profesión o ideología del padre, situación económica , pero también según el destino que se le tuviera asignado a la joven, puesto que si había intención de destinarla al claustro , era conveniente que supiera leer escribir y hasta que aprendiera rudimentos de latín.
Mulierem in ecclesia docere non permito, esta frase de San Pablo a los corintios es la que aducía el inquisidor para rechazar la impresión del manuscrito de doctrina de Isabel Ortiz, que si bien, no tenía nada en su contenido de reprochable, estaba escrito por una mujer, cosa que en principio intentaron solventar, cambiándole el nombre de la autora por el de un hombre y apropiándose de su escrito.
Su delito era haber entrado en un terreno prohibido absolutamente, para las mujeres, el hacer uso público de la palabra y más en un tema como era la teología, permitida solo para los varones de la Iglesia.
Era una provocación por su parte, porque la teología cristiana estaba en manos primero masculinas y después sacerdotales. Era un acto de rebeldía y de contradicción de las leyes de la naturaleza, según estaba, dicho acto, atribuido a Dios y a sus representantes terrenales.
Las mujeres solo tenían que saber hilar o labrar y hacer las faenas de la casa. No podían escribir y mucho menos publicar, solo callar y obedecer.
Lo que hizo Isabel Ortiz, fue un acto de protesta y de insubordinación social, y como tal fue encarcelada por la Santa Inquisición, condenándola a diversos tormentos y finalmente absolviéndola.
La mujer tenía valor, si no salía de los patrones establecidos por la sociedad patriarcal, y evitaba cambios en la economía socio-política del Estado.
No solo restringían a las mujeres la posibilidad de escribir convirtiéndose en subversivas, por la palabra escrita sino que también restringían la posibilidad de mantener una espiritualidad propia y contemplativa, alejada de los cauces de la Iglesia, por ser esta, una relación directa entre el creyente y Dios, sin que mediaran los sacerdotes, ni los confesores.
También ella, le daba una gran importancia a la oración mental, frente a la vocal y ponía objeciones a la práctica del ayuno y a la abstinencia cuaresmal de ingestión de carne.
Estos eran enunciados del alumbradismo “recogido” (1) . Cosa que con mucha frecuencia llevaba a las mujeres que lo practicaban a los estrados de la Inquisición.
Se le imputaron tres de las cuatro causas de herejía. Discutir la validez de la oración vocal, cuestionar el ayuno, incumplir el precepto de no comer carne durante la cuaresma y haber escrito un libro de doctrina.
Se le imputó ser recopiladora en su librito de textos de autores prohibidos por la Inquisición, por ser estos alumbradistas.
Es increíble que en esta época las mujeres tuvieran como única forma de evasión y adentramiento en la lectura los textos religiosos y que hasta esto tuviera que ser realizado de una forma tan recta que al menor acto de rebeldía se les acusara de herejes.
No fue hasta Santa Teresa de Jesús, cuando por la importancia de su obra, por la ejemplaridad de su testimonio y por su instalación como discurso social mediante su difusión tipográfica, a partir de 1588, cuando una mujer, una monja actuó de modelo para otras féminas de la palabra escrita. Cosa que se fue sucediendo con mayor asiduidad e intensidad, a finales del siglo XVI.
El mandato divino, les daba a muchas de estas mujeres la legitimidad para apropiarse de la pluma y producir conocimiento. Buena parte de las escritoras del siglo de Oro fueron religiosas. Se podía ver los conventos como espacios de libertad vigilada, donde las mujeres aparte de realizar las tareas cotidianas, leían, estudiaban y escribían. Pero estaban bajo la supervisión de sus confesores. El convento era uno de los principales lugares de producción de escritura femenina y se llegaban a considerar, comunidades intelectuales.
Algunas de estas mujeres como María de Agreda, lo hace legitimando dicho acto como mandato divino, el topos. Esta estrategia autorizaba la producción escrita en el campo de la producción simbólica hegemonizado por los hombres de la iglesia. Ya que el decir femenino, podía ser motivo de desprecio y desconsideración, no podía ser lo mismo cuando la mujer se presentaba como la pluma a través de la cual escribían dios o la virgen.
La orden divina introduce una instancia superior a la autoridad masculina clerical, al tiempo que exonera a la mujer de la ignorancia que socialmente se le atribuye.
Ella reitera la ignorancia y la flaqueza de la condición femenina mayormente, cuando, la Iglesia, estaba según ella, abundante de maestros y varones doctísimos. De ahí que la única disculpa posible para tal atrevimiento estuviera en la superior procedencia de las “cosas divinas y sobrenaturales” que se dispuso a escribir.
Amparada por dichas “relaciones divinas” y disculpándose continuamente por su condición de mujer ignorante. María de Agreda, quemo varias veces sus escritos por orden de su confesor, pero volvió a coger la pluma para continuar su obra. Debido al miedo que le imponía la Inquisición, dijo varias veces que quería que su obra fuera publicada cuando ella muriera, pero esto sucedió antes, si que ella lo pudiera evitar. Esta mujer, como Santa Teresa de Jesús fue el ejemplo que muchas mujeres tomaron para abrirse paso en un mundo en que los hombres, tenían la hegemonía de la cultura escrita. Y en el que por menos de nada las acusaban de herejía.
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1 Los alumbrados pueden englobarse dentro de una corriente mística similar a la desarrollada en Europa en los siglos XVI y XVII denominada iluminismo (que no debe ser confundida con la secta de los iluministas bávaros o los illuminati) ni evidentemente con la Ilustración (yo pongo en duda este último punto) Es muy habitual utilizar el nombre de iluminista como sinónimo de alumbrado.
Los alumbrados creían en el contacto directo con Dios a través del Espíritu Santo, mediante visiones y experiencias místicas, lo cual llevo a la Inquisición Española promulgar al menos tres edictos en su contra. Algunos místicos como Teresa de Ávila fueron inicialmente sospechosos de pertenecer a los alumbrados.
En su defensa algunos procesados por ser alumbrados, alegaban que en Guadalajara alumbrada se aplicaba a toda persona recogida y devota. Los alumbrados se reunían en conventículos en pequeñas localidades como Pastrana o Escalona, leían e interpretaban personalmente la Biblia y preferían la oración mental a la vocal, como hicieron posteriormente los quietistas.
Bibliografía :
* CASTILLO GÓMEZ, Antonio: Entre la pluma y la pared…, tercera parte. Pp 157-200
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